De acercar qué y a quién. A propósito de Puccini, Bustamante y Pablo Motos
- Gerardo Fernández San Emeterio
- 17 mar 2017
- 3 Min. de lectura
Me llegó antes de ayer (¿cómo evitar que le lleguen a uno estas cosas?) un vídeo en el que David Bustamante perpetraba un fragmento de "Nessun' dorma". Hoy veo que la "gracia" se repitió en el programa de Pablo Motos.
No voy a repetir lo que ya ha dicho tanta gente sobre lo mal interpretado del aria (hay errores de pronunciación que se hubieran corregido oyendo un par de grabaciones y para hacer esto, basta con teclear en internet), sino que voy a intentar ponerme en el lugar del cantante, del quien le aconseja y, como no, de quien le ríe la gracia y se la hace repetir con sonrisilla de suficiencia.
¿Qué pasó por cualquiera (o todas) de esas cabezas para decidirse por un aria de ópera, ésta o cualquier otra, y ponerla en la voz de Bustamante?
En la primera grabación que oí, el cantante parece encontrarse al final de concierto, eufórico, como es lógico, y pudo haberse dejado llevar y en un arrebato (como el del guardia civil de "Belle epoque", también en el resultado), haberse lanzado a ello sin demasiada reflexión.
Esto tendría su disculpa: todos hemos hecho el tonto una o muchas veces..., pero repetirlo en el programa de Motos no indica esa espontaneidad, y eso nos lleva a pensar que:
-O bien prepara su salto al mundo de la lírica armado de su do sobreagudo (ése al que los profanos, Pablo Motos el primero, llaman "de pecho" por pura y simple ignorancia) y de su blanquísima sonrisa (¡Dios nos libre!).
-O bien quiso demostrar que él es algo más que un cantante pop, como si serlo tuviera algo de malo o de insuficiente.
Cualquiera de las dos opciones me lleva a pensar, una vez más y en compañía de numerosos colegas, en la frecuencia con la que el mundo clásico se está viendo invadido por zoquetes que, con la excusa de sus agudos, su vibrato o su agilidad digital (de los dedos, quiero decir) pretenden llegar a abordar un repertorio para el que no están ni interpretativa ni emocionalmente preparados.
Basta ya, hay que decirlo, de sopranitos que cabecean en las coloraturas y señalan con el índice en los agudos; de violinistas que sonríen triunfantes tras ejecutar (como a Robespierre) una pieza cargada de hondura, de pianistas que esconden a golpe de melena lo vacuo de su interpretación, de directores de aquellos que don Jesús Guridi llamaba "de disco y espejo"...
Basta, sobre todo, porque no se trata de aficionados que hacen lo que pueden, sino de profesionales (o de supuestos profesionales) que cuentan con el respaldo de instituciones y consejos de administración donde, visto lo visto, los conocimientos sobre música (más aún, la sensibilidad hacia la música) escasean tanto como, visto el afán por exhibirse, la autoestima. Basta de colorajos, de focos, de concesiones a una galería a la que, implícitamente, se está llamando tonta con todo esto.
Quiero insistir en este último punto: se acusa al mundo de la música clásica de elitista, de ajeno a la realidad, de acabado... Sin embargo, basta salirse de los grandes circuitos y dar un concierto en cualquier parroquia para comprobar que no hacen falta estos gloriosos intermediarios y que cualquiera con un mínimo interés le llegan Vivaldi, Brahms, Victoria o Bach sin problema ninguno.
¿Que hay un sector al que no le interesa? ¡Pues claro! Lo mismo que a otros no nos interesan el fútbol, la automoción o la química orgánica, sin que eso suponga nada de malo en ninguno de esos campos.
¿Por qué, entonces, ese afán por llevar la música clásica a otros campos? Para mí está bien claro: por ignorancia y, peor aún, por un sentido clasista verdaderamente indecente: se considera que el público anónimo no va a poder apreciar ciertas obras maestras y precisa de la sabia cosmética de estos intermediarios que saben "lo que gusta"...
Llegado este punto, me reservo para la semana que viene y os dejo con una frase del maestro Vives que venía a decir, más o menos, "en música, o se habla de técnica o mejor no hablar de nada". Pues eso, que suene.
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