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Jorge Robaina al piano

  • Gerardo Fernández San Emeterio
  • 7 oct 2017
  • 2 Min. de lectura

Había pensado en dedicar esta entrada a "El cantor de México" y comentar lo lujoso del espectáculo, lo bien que cantan todos, lo que me reí con Rossy de Palma y Ana Goya (¡qué papelón el que le ha caído y que bien lo desempeña!), lo bien que se mantiene y reinventa Luis Álvarez, lo que me emocionó ver al maestro Fauró pasándoselo de lo lindo en la propina sobre el escenario, el esfuerzo titánico de las agrupaciones coral y orquestal y, sobre todo, la dirección de Óliver Díaz, que se va superando de título en título, pero como la partitura me pareció más barata que una goma de borrar, pues lo dejé correr.

Andaba, por lo tanto, buscando argumento para esta tabarra que quiere ser semanal cuando llegué al concierto que daba Jorge Robaina en la Iglesia del Salvador, dentro del ciclo que conmemora los quinientos años de la Reforma. El programa (Mozart, Bach padre, Mompou y Granados) era ya una proeza, pero le interpretación me ha dejado con la boca abierta, acodado sobre el reclinatorio del banco delantero, como un niño al que le cuentan un cuento. Y esto porque ésta me parece la principal virtud de Jorge Robaina como pianista (sobre su bonhomía y sus cualidades como nadador, hablo otro día), me refiero a su capacidad de hacer hablar al piano, de que el discurso musical se presente transparente y cálido, de mantenerte en alerta continua (reconozco que miré el móvil dos veces, pero por esa paranoia mía sobre si lo habré puesto en silencio o no) y de hacerlo, además, adaptado al carácter de la música que interpreta, más allá de la adecuación o no del piano moderno a Bach o incluso a Mozart.

Ello me llevó de nuevo a pensar en Harnoncourt, en sus disquisiciones (acertadísimas) sobre afinación, temperamento y selección del instrumento. Comparto, en general, su punto de vista sobre todo ello, pero es que hay veces, maestro, que se queda uno de piedra oyendo algo, aunque uno sepa que no es exactamente lo que el compositor quiso, aunque tal vez Bach nos hubiera tirado la peluca a Robaina y a mí (mal no nos viene a ninguno de los dos), la emoción que el pianista canario ha transmitido a la claridad cristalina, a veces de torrente, de la Partita nº 1 ha pasado por encima de todos mis criterios y mis estudios, para llegarme directamente al corazón (lo había abonado Mozart, es cierto) y dejarme ahí, como el niño al que le cuentan un cuento nuevo, un cuento que sabe que no volverá a oír jamás contado así.

Lo mismo cabe decir de las "Scènes d'enfants" de Mompou y los "Valses poéticos" de Granados: interpretaciones únicas, llenas de afecto y calidez.

¡Enhorabuena, Jorge!

 
 
 

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​© 2016 por Gerardo Fernández San Emeterio. Fotos de JPradana y Ángel Castillo Perona.

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